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LA FERIA -Recuerdos de una primavera-

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Se notaba en el aire que respirábamos.
Se notaba en los días soleados.
Se notaba en las noches ya no frías sino frescas.

Se acercaba la primavera y con ella la pólvora a punto de explotar por doquier. La pólvora que en aquellos tiempos llenaba -cada sábado y domingo- la plaza del Caudillo en Valencia, así llamada por entonces.

Cada barrio era como un pequeño pueblo donde nos conocíamos todos los vecinos. Algunos solares abandonados estaban ocupados por atracciones ambulantes: noria, látigo, tiro al blanco, el tren de la bruja, algodones de azúcar… en definitiva, fantasía para los niños.

Yo tenía once años y me hallaba disfrutando de todo ese ambiente -tan diferente del habitual- que inundaba las calles de magia, luces de colores y sonidos. Bandas de música desfilando con rimbombantes tonadillas falleras, carteles, ferias, montañas de arena, petardos… Y esta semana no teníamos colegio.

  • Mamá… ¿Por qué traen arena a la plaza? ¿Cómo se fabrican los ninots? ¿Cuánto pagas a las dependientas?

Su respuesta fue imperativa:

  • Toma un duro y vete a la feria, ¡anda!

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¡Qué alegría! La feria se encuentra a solo dos manzanas de casa. Un duro es… son ¡cinco posibilidades para ser feliz!

Esta vez serían solamente cuatro.

El señor mayor que siempre me saluda sonriente -como todos los años- me devuelve cuatro pesetas, me acerca una carabina y tres balines de plomo. Tras romper los tres palillos elijo el chupito de vermut. Me resulta casi imposible fallar. Antes del chupito, por supuesto.

Así que dispongo de cuatro pesetas y una placentera sensación de bienestar.

El látigo me gusta mucho; sobre todo cuando llegas a la curva y el coche parece acelerar y empujarte con fuerza hacia fuera, presionando tu cuerpo contra el respaldo.

Sigo caminando. Me llama una señora mayor, asomando el busto desde el interior de una colorida cabina de madera. Luce una exótica vestimenta. Justo encima de su presencia puedo leer un cartel con grandes letras:

Escheherezade la Adivina
     Conoce tu futuro
      2 pesetas

 – Hola, chico… puedo decirte lo que pasará en tu vida ¿no quieres saber lo que serás de mayor?

Camino unos pasos empujado por la curiosidad. Lo encuentro una atractiva oferta. Puede contarme la vida que me espera por dos módicas pesetas. Miro alrededor. No somos muchos niños en esta tarde laborable de marzo.- Déjame leer tu mano izquierda.

La sujeta con la palma hacia arriba y se concentra en las líneas durante algunos segundos. Después clava sus ojos fijamente en mis ojos. Su expresión se torna tierna y amorosa.

  • ¡Oh… qué bonito!– hace una larga pausa.
  • Eres un niño muy bueno… Veo que… ¡Cielos! – su expresión cambia por la de sorpresa.

La mujer suelta mi mano y cierra sus ojos con semblante serio.

  • Tendrás que esperar, pero todo irá bien… Serás un buen empleado en una empresa importante. Tardarás un poco en ser realmente feliz, pero llegará. Y hay una muchacha que te está esperando. Todo irá bien; no debes tener miedo… ¿pero qué digo? Eres un chico muy valiente. Y muy guapo. Son dos pesetas.

No es caro conocer el futuro –pienso-.

La adivina me mira sonriente mientras me alejo hacia mi última aventura de esta tarde. Me queda la noria.

Entrego mi última peseta y el señor me indica que suba al coche en el que está esa niña sola. No hay más viajeros. Me siento enfrente de ella.

Hola.

Hola – responde.

Tendrá unos diez años. Es muy guapa. Me avergüenza mirarla y tampoco ella me mira. Ni una sonrisa… ni nada. Me siento cohibido. Me gusta. Sufro el miedo de que me conteste enfadada si le digo cualquier cosa.

  • «Venga, atrévete. Eres un chico valiente. Te está esperando. Lo dijo la adivina» – pienso para mis adentros.

 

El viaje ya ha terminado y quedamos parados junto a la escalinata. Es mi última oportunidad.

  • ¿Quieres que demos un paseo?
  • No – me ha contestado mientras baja de la cabina.

Quizás no fuera ella. La adivina pudo haberse equivocado.

Y ya es hora de volver a casa.

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No volví a verla hasta treinta y seis años después. Nos encontramos de nuevo en otro vagón, viajando por internet. Viéndonos a través de la “webcam”, la llamé y le pregunté si quería cenar conmigo.

Esta vez me miró, me sonrió y contestó que sí.

Su aspecto se mostraba muy diferente. Realmente no parecía la misma chica. No estaba realmente seguro de que fuera ella. ¡Habíamos cambiado tanto!

Y sin embargo era ella.